Según la propia confesión de Baudelaire, estos versos nacieron de unas líneas del escritor romántico Nerval, quien como tantos otros, sintió la llamada de Oriente y evocó sus gentes, paisajes y mitos en muchas obras. No hay duda de que conoció el cuadro rococó de Watteau titulado Embarque para Citerea. Así se llama la isla jónica de Venus, diosa del amor.
Baudelaire habla de la isla y de Afrodita, símbolo del amor-pasión que él demonifica. El viaje esperanzado queda interrumpido por el avistamiento de un hombre devorado por las fieras, en clara alusión al origen de la propia Afrodita que procede, según la Teogonía de Hesiodo, del semen derramado al mar por Urano cuando es castrado por su hijo Cronos, quien arroja los testículos al mar.
Tras los detalles escabrosos del estado del cadáver, sucede la invocación al muerto (habitante de la isla castigado por su adoración a Venus) con quien se identificará el poeta. Las invocaciones a Venus y Dios de la estrofa final refuerzan el sentido de la alegoría mencionada en la estrofa anterior y que se explica por la asociación viaje a Citerea-castración, que sugiere viaje frustrado hacia el amor. Como vemos, reaparece el tema del amor-muerte y el de la frustración asumida.
Un viaje a Citerea
Mi corazón, como un pájaro, voltigeaba gozoso
Y planeaba libremente alrededor de las jarcias;
El navío rolaba bajo un cielo sin nubes,
Cual un ángel embriagado de un sol radiante.
¿Qué isla es ésta, triste y negra? –Es Citerea,
Nos dicen, país celebrado en las canciones,
El dorado banal de todos los galeones en el pasado.
Mirad, después de todo, no es sino un pobre erial.
–¡Isla de los dulces secretos y de los regocijos del corazón!
De la antigua Venus, soberbio fantasma
Sobre tus aguas ciérnese un como aroma,
Que satura los espíritus de amor y languidez.
Bella isla de los mirtos verdes, plena de flores abiertas,
Venerada eternamente por todanación,
Donde los suspiros de los corazones en adoración
Envuelven como incienso sobre un rosedal.
Donde el arrullo eterno de una torcaz
- Citerea no era un lugar sino de los más áridos,
Un desierto rocoso turbado por gritos agrios.
¡Yo, empero, vislumbraba un objeto singular!
No era aquello un templo sobre las umbrías laderas,
Al cual la joven sacerdotisa, enamorada de las flores,
Acudía, encendido el cuerpo por secretos ardores,
Entreabriendo su túnica las brisas pasajeras;
Pero, he aquí que rozando la costra, más de cerca
Para turbar los pájaros con nuestras velas blancas,
Vimos que era una horca de tres ramas,
Destacándose negra sobre el cielo, como un ciprés.
Feroces pájaros posados sobre su cebo
Destruian con saña un ahorcado ya maduro,
Cada uno hundiendo, cual instrumento, su pico impuro
En todos los rincones sangrientos de aquella carroña;
Los ojos eran dos agujeros, y del vientre desfondado
Los intestinos pesados caíanle sobre los muslos,
Y sus verdugos, ahítos de horribles delicias,
A picotazos lo habían absolutamente castrado.
Bajo los pies, un tropel de celosos cuadrúpedos,
El hocico levantado, husmeaban y rondaban;
Una bestia más grande en medio se agitaba
Como un verdugo rodeado de ayudantes.
Habitante de Citerea, hijo de un cielo tan bello,
Silenciosamente tú soportabas estos insultos
En expiación de tus infames cultos
Y de los pecados que te ha vedado el sepulcro.
Ridículo colgad, ¡tus dolores son los míos!
Sentí, ante el aspecto de tus miembros flotantes,
Como una náusea, subir hasta mis dientes,
El caudal de hiel de mis dolores pasados;
Ante ti, pobre diablo, inolvidable,
He sentido todos los picos y todas las quijadas
De los cuervos lancinantes y de las panteras negras
Que, en su tiempo, tanto gustaron de triturar mi carne.
–El cielo estaba encantador, la mar serena;
Para mí todo era negro y sangriento desde entonces.
¡Ah! y tenía, como en un sudario espeso,
El corazón amortajado en esta alegoría.
En tu isla. ¡oh, Venus! no he hallado erguido
Más que un patíbulo simbólico del cual pendía mi imagen...
–¡Ah! ¡Señor! ¡Concédeme la fuerza y el coraje
De contemplar mi corazón y mi cuerpo sin repugnancia!
(trad. en wikisource.org)
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